2016 |
Esa fue mi reacción cuando vi a Daniel abrirme la puerta de su mansión. Un futbolista de élite con una pierna fuera de servicio, y todo por un accidente de tráfico a manos de un borracho sin cerebro. Cuando él iba andando.
Su músculo, altura y educación palidecían al ver sus ojos azules. Esos abdominales para rallar pan, la pista de fútbol privada o incluso su conversación formal sobre si había llegado bien. Nada importaba, pero la sola idea de decírselo hacía que me muriese de vergüenza.
Yo quería un hijo suyo con esos ojos. Dentro de unos años, claro. Pero yo en aquel momento “sólo” era una mujer que se ganaba la vida haciendo de fisioterapeuta y masajista para hombres tan ricos como desnudos.
Y Daniel en concreto parecía más humano que ningún otro hombre rico - desnudo o no -. Quizás por lo vulnerable que se sentía al cojear cuando había ganado su fortuna dando patadas a un balón, o quizás porque el accidente le había hecho valorar las cosas importantes de verdad en la vida.
Ver cómo se avergonzaba por las heridas de su pierna sólo lo hacía parecer más encantador. Como un león herido pero todavía con ansias de salir a correr.
No sé si conseguiré que corra otra vez, pero creo que si sigo hablando con él al menos conseguiré que ya no se sienta vulnerable, avergonzado, ni sólo. Conforme voy cogiendo confianza con él está pasando de ser educado a un capullo burlón, pero creo que es su forma de decirme que le gusto.
Confío en que esa renovada actitud de futbolista-narcisista no dure para siempre. Sobretodo si sigue intentando besarme cada vez que nos vemos. Una no es de piedra.