1823 |
Obsesionado por desentrañar los secretos de la naturaleza y descubrir el principio de la vida, el joven Victor Frankenstein se enfrasca en la creación de un ser humano, para lo cual saquea tumbas y ensambla miembros de cadáveres, a los que les aplica la “chispa vital” de la corriente eléctrica. Sin embargo, tan pronto como cobra vida, la monstruosa criatura es rechazada por el atormentado científico y perseguida y maltratada por las gentes, pese a la bondad con que se comporta.
Para buscar alivio a la insoportable soledad y al sufrimiento que lo atenazan, el “monstruo” recurre a su creador y acaba protagonizando un fatídico enfrentamiento con él.
Mary Shelley (1797-1851) tan solo tenía dieciocho años cuando compuso Frankenstein, pero esta obra clave del romanticismo revela una sorprendente madurez. En ella Shelley no solo cuestiona la desatinada ambición que lleva a su protagonista a usurpar el poder divino y a privilegiar la ciencia sobre los sentimientos, sino que nos transmite una enseñanza tan antigua como la que se contiene en el Génesis: la sabiduría trae consigo la pérdida de la inocencia y conlleva el sufrimiento.
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